jueves, 6 de febrero de 2025

8 de febrero: Salares - Cerro Santiago - Sedella

Participantes: 14
Luis, Germán, Antonio U., Paco Z., Lola, Manuel D., Carlos, Paco Ruiz, Pilar, Joaquín, Ricardo, Jesús C., Tere y Jerónimo.

Distancia recorrida:
 17,8 kilómetros
Desnivel de subida acumulado:
1.240 metros
Altura mínima: (558 m – Salares)
Altura máxima: (1.657 m – Cerro Santiago)
Tipo de recorrido:
Lineal
Tipo de camino:
Veredas y carriles.


Celebramos San Ricardo por todo lo alto, con invitación de Ricardo al desayuno y al refresco de la tarde. ¡MUCHAS GRACIAS RICARDO!

Día soleado, sin viento al comienzo y al final, pero soplando fuerte y frío en la cresta.

Sustituimos la crónica habitual por un cuentecillo relacionado con la vida en Picaricos. Apareció en el libro de Rutas de la Tejeda-Almijara, pero algunos nunca lo habrán leído y otros lo habrán olvidado.


Nueva vida en la Sierra

            Manuel permanecía ensimismado sentado en un pedregal cerca del cerro de Cuascuadra. Había subido con algunos de sus ayudantes para planear una repoblación que se iba a hacer por la base de los cerros Santiago y Albucaz y una vez decidido qué parte iría con encinas, que parte con pinos, qué cañadas podrían albergar quejigos y alcornoques, dónde crecerían mejor los serbales, los majuelos o los tejos, les había ordenado que regresasen. Siempre que estaba por aquellos andurriales por motivos profesionales un nudo le atenazaba el estómago, provocado quizá por una sensación de ingratitud hacia aquellos pagos. Y esa tarde había decidido afrontar la situación. Necesitaba quedarse solo en esos parajes y llegar al fondo de la sensación de tristeza y desarraigo que, aquellos lugares que consideraba tan suyos, le producían. Necesitaba recordar, pensar y conversar con aquellos lugares para que esas sensaciones se alejasen para siempre.

            De niño había subido a Picaricos muchas veces con su padre para visitar a sus abuelos Florencio y Ana que no querían salir del cortijo. Pero cuando los abuelos murieron cesaron las subidas y el antiguo cortijo familiar sólo se mencionaba cuando su padre relataba el tesón y esfuerzo que el abuelo había puesto para que ellos pudieran vivir una vida que él consideraba mejor. Esas historias del sacrificio de unos abuelos allá lejos en la Sierra para mejorar la vida de sus descendientes, habían servido a Manuel para elegir una carrera ligada a la montaña, habían servido también como acicate durante sus años de estudios en Madrid y, finalmente, para desarrollar con honradez su labor profesional.

            En las Llanadas se dibujaban aún los balates que separaban y allanaban las parcelas, pero el paso del tiempo y del ganado habían ya quitado algunas piedras por las que comenzaban a derruirse. Más abajo, al comienzo de los llanos de Picaricos, una gran cárcava cortaba las antiguas tierras de labor y se llevaba la tierra, aquella tierra que tanto cuidaran sus antepasados, hacia el arroyo de la Hoya. Estos feraces llanos de los que salían trigo y cebada, habas y garbanzos, eran ahora eriales que sólo alimentaban unas cabezas de ganado. La fuente de la que el cortijo se servía había manado hasta unos años antes, pero las últimas sequías la habían arruinado ya sin recuperación. El canalillo que llevaba las aguas a la huerta estaba ciego desde mucho antes de que la fuente dejase de manar.

            El cortijo conservaba su estructura, las paredes y los arcos de medio punto hechos con ladrillo macizo permanecían en pie, pero la solería del piso superior estaba completamente resquebrajada y sobre ella apoyaban algunos maderos caídos del techo. Los muros de los corrales habían perdido hace tiempo la barda protectora y las piedras se desmoronaban. La solana de la puerta donde recordaba a su abuelo sentado había sido colonizada por cardos y matojos. Manuel no reconocía en aquellas ruinas el cortijo familiar que visitara de niño, pero sí que imaginaba las alegrías y penas que sus antepasados habían vivido entre aquellas paredes ahora ruinosas. Con especial sentimiento imaginaba el dolor, la tristeza, la soledad que sentirían sus abuelos cuando su padre y sus tíos abandonaron definitivamente aquellos muros para trabajar, vivir y formar su familia en la ciudad. Los abuelos habían propiciado aquella marcha, pero seguro que les había costado muchas lágrimas el levantarse por las mañanas solos, el comprobar que se hacían viejos, que ya no podían ni atender a las más urgentes reparaciones de la vivienda y que, con ellos, caería también el cortijo y su forma de vida.

            Manuel había vuelto a sus raíces por voluntad propia. Había solicitado aquel destino cuando se enteró que la Administración se proponía conservar y potenciar la Tejeda-Almijara. Había mucho por hacer. Concienciar a los habitantes de los pueblos colindantes de que la montaña con la que convivían atesoraba riqueza, pero había que cuidarla. Repoblar adecuadamente sus barrancos y laderas para restituir a la Sierra el arbolado que antaño tuviera y que la sobreexplotación y las penurias de sus habitantes habían esquilmado. Abrir senderos, señalar rutas, dar a conocer adecuadamente sus bellezas para conseguir un flujo controlado de visitantes.

El mundo había cambiado, había evolucionado. En tiempos la montaña alimentó a sus moradores con ganado, minas, carbón y agricultura durante cientos de años. Luego pareció expulsar de su seno a los que en ella habitaban y se consideraban sus hijos. Pero la expulsión duró poco tiempo. Apenas una generación. Ahora otra vez volvía a crear riqueza y vida, otra riqueza, otra vida diferente a la de antaño. Ahora serían los viveros, las cuadrillas para plantar los nuevos árboles, para limpiar el monte, para limpiar las antiguas veredas, las que llevarían la vida. Los guardas que se necesitaban para cuidar de la caza, de los incendios, de la limpieza y del disfrute de la Sierra. Las nuevas casas que se construirían al calor de la belleza de la Sierra. Los bares, restaurantes, alojamientos y acampadas que habrían de recibir a los visitantes. Las vías de comunicación que habrían de mejorarse. En fin, un cúmulo de actividades, de vida, que se estaba creando alrededor del núcleo central y sempiterno que era la Sierra.

Manuel se había reconciliado con sus raíces, había absorbido la tranquilidad y el sosiego que la montaña da e inició el descenso. Dejó las ruinas del cortijo, la era que aún conservaba la mayor parte del empedrado, y tomó con alegría hacia abajo la misma vereda que su abuelo Florencio subiese apesadumbrado años atrás cuando decidió llevar a su hijo Manuel, su padre, a la escuela de Sedella renunciando a la ayuda que el hijo representaba. Ahora lo veía claro, la Sierra de nuevo iba a crear vida, como siempre hizo, pero los flujos se invertían. Antes los árboles bajaban en forma de leña o de carbón y ahora subirían en forma de plantones. Antes las casas estaban en medio de la Sierra y ahora estarían en sus faldas. Antes eran los habitantes de los cortijos los que bajaban bienes a los pueblos y ahora serían las cuadrillas de trabajadores de los pueblos los que subirían a la Sierra. Antes eran los montañeses los que iban a la ciudad a dejar sus menguados ahorrillos y ahora serían los de la ciudad los que vendrían a la Sierra buscando paz y sosiego. Y todo el trasiego se establecería a través de las mismas veredas de antaño.

Bajaba Manuel por la loma de Cuascuadra con el corazón henchido. Ya no se sentiría agobiado, amedrentado, cuando tuviese que volver a Picaricos, sino contento por tener la oportunidad de volver a charlar un rato con sus antepasados representados en la figura de sus abuelos Florencio y Ana. Llegaba al cortijo de la Herreriza tan derruido como el suyo. Su abuelo Florencio había previsto con certeza la ruina que se acercaba y supo poner remedio sacando de allí a su familia. Lo que no pudo prever es que años más tarde sus descendientes volverían allí a crear vida en el mismo lugar que él y sus antepasados la habían creado.


Puente árabe de Salares

La vereda discurre a la sombra del encinar de Fogarate

Vistas de Salares

Cytisus malacitanus - Retama negral, escobón

El sotobosque en la umbría del encinar

con algunos durillos empezando a florecer

Esa senda que gira y gira por la umbría

termina saliendo al sol y la ropa de abrigo empieza a tomar camino a la mochila

Mucho aún por subir

Casa de Haro

que vamos dejando atrás

Los pinares de repoblación en la Loma de Cuascuadra

Sedella y otros pueblos de la Axarquía van asomando

Por el Carril de la Cruz del Muerto

a ratos hormigonado ¡cuánto cemento en la sierra últimamente!

Cortafuegos por la Loma de las Vacas

que abandonaremos por un carril  que en continuas zetas

nos subirá a las Llanadas, con vistas al norte y la Maroma

El Cerro Santiago queda al lado, así que algunos subimos a pesar del frío

disfrutar de la panorámica

y del viento huracanado  y helador de la cima

Corre, corre, que el viento se ha llevado

al resto de caminantes

desaparecidos en Las Llanadas

Con la Sierra Tejeda de fondo

y sus característicos estratos de colores

Los Chimeneones en la cara sur de la Maroma

un paisaje en la bajada

Los Peñones de Cuascuadra

donde se asienta el Cortijo de Picaricos

nuestro restaurante de hoy

y bodega

Dejando el Cortijo atrás

tomamos la Loma de Cuascuadra

con vistas al Cortijo de la Hoya, El Fuerte y la Maroma

Buscando el antiguo camino de herradura

que desciende en zigzag por la loma

hasta llegar a una antigua acequia

La Hoya de Salamanca


A los jubilados no le aplicamos el plan de riesgos laborales

Dejando atrás el Corral de la Herreriza

El sendero por encima de una colorida y lisa laja de piedra

El puente "romano" de Sedella

Lavandula stoechas - Cantueso

grupo en el Puente Romano de Sedella sobre el río de la Fuente

Una calle de Sedella

Alminar mudéjar de Salares

Mapa de la ruta