Participantes: 14 | Luis, Germán, Antonio U., Paco Z., Lola, Manuel D., Carlos, Paco Ruiz, Pilar, Joaquín, Ricardo, Jesús C., Tere y Jerónimo. |
Distancia recorrida: | 17,8 kilómetros |
Desnivel de subida acumulado: | 1.240 metros |
Altura mínima: (558 m – Salares) | Altura máxima: (1.657 m – Cerro Santiago) |
Tipo de recorrido: | Lineal |
Tipo de camino: | Veredas y carriles. |
Celebramos San Ricardo por todo
lo alto, con invitación de Ricardo al desayuno y al refresco de la tarde.
¡MUCHAS GRACIAS RICARDO!
Día soleado, sin viento al comienzo y al final, pero soplando fuerte y frío en la cresta.
Sustituimos la crónica habitual por un cuentecillo relacionado con la vida en Picaricos. Apareció en el libro de Rutas de la Tejeda-Almijara, pero algunos nunca lo habrán leído y otros lo habrán olvidado.
Nueva vida en la Sierra
Manuel
permanecía ensimismado sentado en un pedregal cerca del cerro de Cuascuadra.
Había subido con algunos de sus ayudantes para planear una repoblación que se
iba a hacer por la base de los cerros Santiago y Albucaz y una vez decidido qué
parte iría con encinas, que parte con pinos, qué cañadas podrían albergar
quejigos y alcornoques, dónde crecerían mejor los serbales, los majuelos o los
tejos, les había ordenado que regresasen. Siempre que estaba por aquellos
andurriales por motivos profesionales un nudo le atenazaba el estómago,
provocado quizá por una sensación de ingratitud hacia aquellos pagos. Y esa
tarde había decidido afrontar la situación. Necesitaba quedarse solo en esos
parajes y llegar al fondo de la sensación de tristeza y desarraigo que,
aquellos lugares que consideraba tan suyos, le producían. Necesitaba recordar,
pensar y conversar con aquellos lugares para que esas sensaciones se alejasen
para siempre.
De
niño había subido a Picaricos muchas veces con su padre para visitar a sus
abuelos Florencio y Ana que no querían salir del cortijo. Pero cuando los
abuelos murieron cesaron las subidas y el antiguo cortijo familiar sólo se
mencionaba cuando su padre relataba el tesón y esfuerzo que el abuelo había
puesto para que ellos pudieran vivir una vida que él consideraba mejor. Esas
historias del sacrificio de unos abuelos allá lejos en la Sierra para mejorar
la vida de sus descendientes, habían servido a Manuel para elegir una carrera
ligada a la montaña, habían servido también como acicate durante sus años de
estudios en Madrid y, finalmente, para desarrollar con honradez su labor
profesional.
En
las Llanadas se dibujaban aún los balates que separaban y allanaban las
parcelas, pero el paso del tiempo y del ganado habían ya quitado algunas
piedras por las que comenzaban a derruirse. Más abajo, al comienzo de los
llanos de Picaricos, una gran cárcava cortaba las antiguas tierras de labor y
se llevaba la tierra, aquella tierra que tanto cuidaran sus antepasados, hacia
el arroyo de la Hoya. Estos feraces llanos de los que salían trigo y cebada,
habas y garbanzos, eran ahora eriales que sólo alimentaban unas cabezas de
ganado. La fuente de la que el cortijo se servía había manado hasta unos años
antes, pero las últimas sequías la habían arruinado ya sin recuperación. El
canalillo que llevaba las aguas a la huerta estaba ciego desde mucho antes de
que la fuente dejase de manar.
El
cortijo conservaba su estructura, las paredes y los arcos de medio punto hechos
con ladrillo macizo permanecían en pie, pero la solería del piso superior
estaba completamente resquebrajada y sobre ella apoyaban algunos maderos caídos
del techo. Los muros de los corrales habían perdido hace tiempo la barda
protectora y las piedras se desmoronaban. La solana de la puerta donde
recordaba a su abuelo sentado había sido colonizada por cardos y matojos.
Manuel no reconocía en aquellas ruinas el cortijo familiar que visitara de
niño, pero sí que imaginaba las alegrías y penas que sus antepasados habían
vivido entre aquellas paredes ahora ruinosas. Con especial sentimiento
imaginaba el dolor, la tristeza, la soledad que sentirían sus abuelos cuando su
padre y sus tíos abandonaron definitivamente aquellos muros para trabajar,
vivir y formar su familia en la ciudad. Los abuelos habían propiciado aquella
marcha, pero seguro que les había costado muchas lágrimas el levantarse por las
mañanas solos, el comprobar que se hacían viejos, que ya no podían ni atender a
las más urgentes reparaciones de la vivienda y que, con ellos, caería también
el cortijo y su forma de vida.
Manuel
había vuelto a sus raíces por voluntad propia. Había solicitado aquel destino
cuando se enteró que la Administración se proponía conservar y potenciar la
Tejeda-Almijara. Había mucho por hacer. Concienciar a los habitantes de los
pueblos colindantes de que la montaña con la que convivían atesoraba riqueza,
pero había que cuidarla. Repoblar adecuadamente sus barrancos y laderas para
restituir a la Sierra el arbolado que antaño tuviera y que la sobreexplotación
y las penurias de sus habitantes habían esquilmado. Abrir senderos, señalar
rutas, dar a conocer adecuadamente sus bellezas para conseguir un flujo
controlado de visitantes.
El mundo había
cambiado, había evolucionado. En tiempos la montaña alimentó a sus moradores
con ganado, minas, carbón y agricultura durante cientos de años. Luego pareció
expulsar de su seno a los que en ella habitaban y se consideraban sus hijos.
Pero la expulsión duró poco tiempo. Apenas una generación. Ahora otra vez
volvía a crear riqueza y vida, otra riqueza, otra vida diferente a la de
antaño. Ahora serían los viveros, las cuadrillas para plantar los nuevos
árboles, para limpiar el monte, para limpiar las antiguas veredas, las que
llevarían la vida. Los guardas que se necesitaban para cuidar de la caza, de
los incendios, de la limpieza y del disfrute de la Sierra. Las nuevas casas que
se construirían al calor de la belleza de la Sierra. Los bares, restaurantes,
alojamientos y acampadas que habrían de recibir a los visitantes. Las vías de
comunicación que habrían de mejorarse. En fin, un cúmulo de actividades, de
vida, que se estaba creando alrededor del núcleo central y sempiterno que era
la Sierra.
Manuel se
había reconciliado con sus raíces, había absorbido la tranquilidad y el sosiego
que la montaña da e inició el descenso. Dejó las ruinas del cortijo, la era que
aún conservaba la mayor parte del empedrado, y tomó con alegría hacia abajo la
misma vereda que su abuelo Florencio subiese apesadumbrado años atrás cuando
decidió llevar a su hijo Manuel, su padre, a la escuela de Sedella renunciando
a la ayuda que el hijo representaba. Ahora lo veía claro, la Sierra de nuevo
iba a crear vida, como siempre hizo, pero los flujos se invertían. Antes los
árboles bajaban en forma de leña o de carbón y ahora subirían en forma de
plantones. Antes las casas estaban en medio de la Sierra y ahora estarían en
sus faldas. Antes eran los habitantes de los cortijos los que bajaban bienes a
los pueblos y ahora serían las cuadrillas de trabajadores de los pueblos los
que subirían a la Sierra. Antes eran los montañeses los que iban a la ciudad a
dejar sus menguados ahorrillos y ahora serían los de la ciudad los que vendrían
a la Sierra buscando paz y sosiego. Y todo el trasiego se establecería a través
de las mismas veredas de antaño.
Bajaba Manuel
por la loma de Cuascuadra con el corazón henchido. Ya no se sentiría agobiado,
amedrentado, cuando tuviese que volver a Picaricos, sino contento por tener la
oportunidad de volver a charlar un rato con sus antepasados representados en la
figura de sus abuelos Florencio y Ana. Llegaba al cortijo de la Herreriza tan
derruido como el suyo. Su abuelo Florencio había previsto con certeza la ruina
que se acercaba y supo poner remedio sacando de allí a su familia. Lo que no
pudo prever es que años más tarde sus descendientes volverían allí a crear vida
en el mismo lugar que él y sus antepasados la habían creado.